La Misa

Por Padre Fernández

Imagínense que el Presidente de Estados Unidos   invita a un grupo de personas a comer en su casa. Llegan tarde, sin arreglarse, mascando chicle. Sus niños gritan y nadie los corrige. Se sientan de cualquier manera, como distraídos, y cuando llega la hora de comer, no acuden.  ¿Qué les parece? Seguramente no muy bien. Les parecerá que esas personas no tienen ninguna educación, ni cortesía, ni modales.  A nadie se le ocurriría hacer algo así. Si a uno lo invitan a una fiesta importantísima, tendrá el mayor cuidado en prepararse, aprender qué reglas hay que cumplir, saber cómo vestirse.

Y ¿si el anfitrión fuera el ser más grande de todos, el más absoluto, el todopoderoso, el propio Dios?  ¿No será que tendremos el mayor estremecimiento y agradecimiento por la invitación y trataremos de hacer todo lo que sea apropiado?

Los domingos vemos que, al acercarse la hora de la Misa, el banquete que nos ofrece el propio Dios, el Todopoderoso, el que es Amor infinito, hay muchas bancas vacías. Comienza la Misa y empiezan a llegar corriendo, hablando entre ellos. Algunos llevan comida y agua para los niños, o juguetes. Saludan a las comadres, están distraídos y no acaban de centrarse en lo que se está haciendo….

Hay jóvenes que piensan que pueden incluso aprovechar el tiempo haciendo mensajes de texto, o hablando por teléfono mientras todo está ocurriendo…O leer otras cosas. Y entonces uno se pregunta, ¿a qué XXX vinieron?

En la Misa celebramos el acontecimiento más grande y estremecedor de la historia: el que el propio Dios, el Creador del Universo, el que es Todopoderoso y Altísimo, quiera venir a vivir con nosotros, hacerse pan para quedarse en nosotros y cambiar nuestra vida, salvar nuestra humanidad, debería emocionarnos tanto que consideráramos que no hay cosa más grande en todo la vida que celebrar este enorme misterio y esta maravillosa gracia de haber sido invitados a compartirlo.

¿Cuáles son las reglas de educación que habría que observar para ir a Misa?

  • Prepararse antes de salir de casa. Pensar un poco qué es lo que vamos a hacer.
  • Ir vestidos adecuadamente. No nos vestimos como si fuéramos a la playa, ni como si fuéramos de excursión. No es necesario vestirse de gala tampoco, pero de una manera digna, limpia, modesta, sin provocar con apreturas o escotes escandalosos.
  • Llegar a tiempo. Los ritos iniciales son como los saludos preliminares en una fiesta; nos sitúan en buena relación con el anfitrión. La Liturgia de la Palabra nos recuerda quiénes somos, cuál es nuestra historia. La Palabra es la propia palabra de Dios, el mensaje que nos quiere dar.
  • Prestar atención a lo que se está haciendo. Eso querrá decir eliminar todo lo que nos puede distraer. Lo mismo que no se nos ocurriría hablar por teléfono, o empezar a enviar mensajes de texto mientras estamos en la cena de un presidente o rey, deberemos cerrar el celular, quitar de nuestra vista lo que nos pueda distraer.
  • No comeremos ni mascaremos chicle. No lo haríamos delante de un gran rey, ¿cierto?
  • Participaremos en el diálogo, en las acciones que se están realizando.
  • No nos iremos antes de tiempo. En una fiesta importante, uno se espera a que todo termine, para despedirse. No está bien comer y marcharse sin decir adiós…
  • Seguiremos con atención y devoción todo lo que se dice y hace, convencidos de que es lo más importante para nuestra vida.

¿Por qué es todo esto importante? Pues porque es lo único que verdaderamente puede cambiar nuestra vida. Lo que celebramos el domingo es nuestra salvación y es también nuestra misión. Al salir se nos dice que vayamos a anunciar la Buena Noticia. Es decir, lunes, martes…y el resto de la semana, tendremos que llevar y ser Buena Noticia para los demás. Tendremos que llevar el pan de la Eucaristía en que nos hemos convertido a todos los que nos rodean. Tendremos que vivir de una manera que demuestre que somos grandes, que somos dignos, que somos totalmente agraciados, porque Dios nos ha invitado a compartir su mesa. ¿Puede haber algo más grande?

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