Por Padre Dan Groody, C.S.C.
En el núcleo de toda vocación está un deseo de vida y yo me hice sacerdote de la Santa Cruz porque quería encontrar algo de la vida prometida por Jesús en los evangelios: no una vida a medias, una vida mediocre, una vida cómoda, ni siquiera una vida satisfactoria, sino una vida plena. Quería experimentar la vida en toda su intensidad y riqueza, todas sus alegrías y dolores, todas sus colinas y sus valles. Quería saber lo que quería decir Jesús cuando dijo: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”.
No he encontrado ninguna metáfora mejor para describir la vida espiritual y la vocación que la de viaje, o camino. Y no he tenido ninguna experiencia espiritual más profunda que la de un viaje a través del país en bicicleta que hice con un amigo en el verano de 1987 después de terminar mi primer año en el seminario de Moreau. El viaje fue en sí mismo una aventura increíble, pero lo es aún más importante la experiencia ha llegado a significar para mí.
Empezamos en la costa atlántica en una parroquia de la Santa Cruz cerca de Portland, Maine y recorrimos 3,500 millas en bicicleta en 75 días hasta el Pacífico, llegando no muy lejos de la Universidad de Portland, en una escuela de la Santa Cruz en Portland, Oregon. Pasamos por las Montañas Blancas de New Hampshire y Vermont y por las granjas lecheras de Nueva York; más allá de las poderosas cataratas de Niágara, y los viñedos del sur de Ontario, las huertas de manzanos de Michigan, y los campos de maíz del mediooeste hasta las orillas del Mississippi; por autopistas y caminos de polvo a las Ciudades gemelas de Minnesota y más allá.
Nos quedábamos con religiosos de la Santa Cruz, familiares, amigos, antiguas novias, amigos distantes y extraños. Dormíamos en bancos de parque y en campamentos, en estacionamientos, en hoteles medio derruidos, en parques nacionales y en la mansión de un gobernador. Buscábamos ayuda de iglesias católicas, iglesias protestantes e iglesias abandonadas. Se rieron de nosotros, nos escupieron desde autos que pasaban y nos obligaron a salirnos de la carretera a veces.
Entre las heridas, la deshidratación y la hipotermia, recibimos muchas acogidas inmerecidas y hospitalidad inesperada, pasando del entusiasmo a la extenuación por olas de calor, tormentas de granizo, trueno, relámpagos, chaparrones, niebla y nieve. Gastamos seis juegos de ruedas, 12 juegos de tubos, 21 radios y un camión de barritas de cereal y todo un pantano de Gatorade.
Un camino vocacional se parece pero es todavía más una aventura. Ser religioso de la Santa Cruz y sacerdote católico es una gracia muy profunda y todavía me maravilla el terreno divino-humano de este caminar. Como los océanos que enmarcaron nuestro viaje, la iglesia bendice nuestras vidas al principio y al fin. Se nos bautiza como niños o adultos con agua en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y cuando se nos asperge con agua bendita en nuestro entierro, se nos recuerda que quienes mueren con Cristo en las aguas del bautismo también resucitan con él a una nueva vida. Entremedias, estas aguas continúan de muchas maneras abriendo y desarrollando el don de la vida.
No sabíamos mucho del camino que nos esperaba. No éramos buenísimos ciclistas y entre los dos teníamos solamente tres días de experiencia de viajar en bicicleta. Empezamos sumergiendo nuestras ruedas en el Atlántico y arrastrándolas por la arena hasta la carretera. No habíamos recorrido diez pies, cuando tuvimos nuestra primera avería. La arena había bloqueado las marchas. No sabíamos nada sobre cómo arreglar bicicletas, pero, a medida que fuimos avanzando, cada problema nos enseñó algo nuevo.
No ha sido un camino fácil hasta los últimos votos y el sacerdocio. La desilusión con mi trabajo, la ruptura con una novia, el cambiar dirección en la vida fueron cosas inesperadas y me forzaron a mirar a la obra interior en mi alma.
Cuando empecé a pensar sobre el sacerdocio estaba en mi segundo año en Notre Dame. Siempre había tenido interés por las cuestiones religiosas, pero nunca pensé mucho en ser sacerdote. Estaba demasiado enamorado de la belleza de las mujeres y demasiado interesado en leyes y en negocios, pero mi contacto con los religiosos de Notre Dame cambió esa perspectiva. Eran humanos, realistas y notablemente comprometidos con Dios. Incluso así pasaron varios años antes de que yo estuviera dispuesto a ir al seminario.
Muchas preguntas me paralizaban: ¿Cómo lidiar con el desafío del celibato, o cumplir las increíbles exigencias del ministerio? ¿Podría ser fiel hasta el final? A veces me sentía completamente confuso, perdido y atascado. Pero a pesar de mis primeras preocupaciones, había algo muy liberador en el simplemente ponerse en camino.
Hubo momentos de cuestionamiento, duda y preguntas sobre si estaba en el camino correcto, pero si me quedara ahí nunca hubiera ido a ninguna parte—sería como quedarse en Portland, Maine, con miedo de moverse. Empecé a temer eso más que tomar el riesgo de completarlo. Y enconces llegó una profunda libertad de emprender el camino de la fe.
Las señales eran fundamentales para guiarnos de pueblo en pueblo. Stop. Giro. Ceda el paso. Rochester, NH, 44. Sencillas señales que nos enseñaban a encontrar el camino. Veíamos el camino que nos faltaba solo en pequeñas porciones. De forma similar, he encontrado que Dios a menudo solamente revela un poco del camino en cada momento. Me llevó tiempo creer en Jesús y no preocuparme del mañana, que tendría su propio afán. Un día de cada vez, me decía a mí mismo. Un día de cada vez.
Al escuchar las llamadas de mi propio corazón y hablar con otros sobre mi vocación, me di cuenta de que tenía que prestar atención a las señales en mi vida, que me dirigían por un camino desconocido. Como dice la canción de U2, podría decir, “Todavía no he encontrado lo que ando buscando”. Pero, al buscar, encontré señales de un deseo más profundo de crecer en relación con Dios y supe que esto tenía una demanda primordial en mi corazón.
Había cosas más importantes que el dinero, el éxito y las ambiciones de profesión, tales como el convertirme en una persona más compasiva que competitiva. Me sentí fuertemente atraído por la belleza de Cristo y esa belleza revelada en otros, especialmente los pobres y marginados. Quería ser fiel a Dios. También vi señales de la gracia de Dios en la comunidad de Notre Dame, y me sentí atraído por la vida y el ejemplo de los sacerdotes de la Santa Cruz.
Cuando necesitaba una dirección específica, hablaba con muchos sacerdotes de la Santa Cruz y les pedía ayuda, queriendo saber algo sobre sus vocaciones. Fue el principio de muchas grandes amistades en Santa Cruz. “Una gran banda de hombres han pasado por aquí” dice nuestra Constitución, “hombres que han hecho y han vivido de sus votos, hombres que han caminado juntos en su seguimiento del Señor. Nos llamaron a seguir su ritmo”. (Constituciones, 1:5).
Dios siempre dirige y guía el camino. He aprendido esto a través de mi primer contacto con la Santa Cruz, empezando por el fallecido P. Mike McCafferty, cuya vida, enseñanza y predicación, me llamaron la atención y me despertaron el interés en el sacerdocio y la vida religiosa. Empecé a explorar la posibilidad de una vocación con él hasta que murió de cáncer a la edad de 40 años, en el mismo momento en que llegamos con nuestras bicicletas a Notre Dame.
Fue durante una asamblea de la Santa Cruz, que tiene lugar cada tres años y reúne a religiosos de Bangladesh, Chile, África oriental y otras partes del mundo. Debido al funeral del Padre Mike, había 15 millas a Chicago que nunca hubiera querido recorrer. De 3,500, 15 no parece mucho, pero a veces esta parte era la que ocupaba gran parte de mi atención. ¿Podría hablar de haber completado un viaje si faltaban porciones? Esa pregunta empapaba gran parte de mi discernimiento.
A medida que pensaba más sobre mi vocación, me daba cuenta de que no podía perseguir todo en el mismo modo en que no podía viajar por todos los caminos hacia Portland a la vez. No podía ser sacerdote de la Santa Cruz, jesuita, franciscano y casado al mismo tiempo. Si quería ser libre, sin vivir para siempre en la encrucijada de la indecisión, tenía que tomar algunas decisiones difíciles.
El viajar por los caminos de la vida se hace más complejo a causa de la dinámica de la sexualidad. En distintos momentos me he enamorado. Pocos paisajes se pueden comparar a la intensa belleza del amor. Como contraste, el celibato parece una opción extraña o casi imposible, a menudo considerada sólo en términos negativos: sin compañera, sin hijos, y por lo tanto, “no, gracias”. El celibato es un camino de vida muy difícil pero cuando la gente sólo mira a sus aspectos negativos, no pueden comprender ni el amor ni el celibato.
Las parejas que se preparan para el matrimonio a menudo me preguntan, “pero Padre, ¿usted qué sabe sobre el matrimonio?” como si yo hubiera nacido en otro planeta. “Nada,” digo normalmente, “si quieres decir en términos de comprometer mi vida a otra persona, ir a la cama con la misma mujer todas las noches y criar a niños…pero si quieres decir en términos de honradez, comunicación, perdón, integridad, confianza, intimidad, vulnerabilidad, fidelidad, amor, dar vida y la sexualidad, entonces creo que sé bastante.” El hecho es que el celibato ha profundizado mis relaciones, y me ha dado la libertad de entrar en muchas más que si me hubiera casado.
Más que el romance, el celibato me ha ayudado a comprender el verdadero significado del amor. Yo he tenido la bendición de tener muchos amigos íntimos, hombres y mujeres, que han sido algunos de los aspectos más valorados de este viaje. Pocas cosas en la vida me han sorprendido más que descubrir la enorme profundidad de la vida célibe.
El celibato es parte de un compromiso mayor y fundamentalmente positivo a amar y a amar libremente. Está relacionado íntimamente con la consagración que, para mí, significa la entrega continua de mi corazón y de toda mi vida a Dios. Se trata de un corazón grande. Se trata, en último término, del amor—el amor por Jesús sobre todas las cosas y el amor por otros en Cristo por lo que son y no por lo que puedo sacar de provecho de ellos.
El celibato expresa la verdad fundamental de que el corazón humano está hecho para Dios solamente. Sólo Dios conoce la profundidad del corazón humano y ni siquiera la relación matrimonial más íntima puede entrar en esa porción del alma humana reservada para Dios. Hay una soledad delicada en este reconocimiento, pero también es liberador darse cuenta de que la soledad es parte de todo peregrinar humano y que esta soledad puede llevar a una relación más profunda con Dios y con los demás.
El celibato sólo se puede comprender viviendo una relación de amor con Cristo y con su pueblo. El amor es realmente la llave para entender todo el caminar. Desde el principio hasta el fin, se trata de ser amado por Dios, de estar enamorado de Dios, de ser un instrumento de ese amor en las vidas de los demás. Para abrazar este amor uno debe desear, incluso más que lo que ofrece este mundo, incluso más de lo que se puede ver, oír, oler, gustar, sentir o tocar. Significa situar mi corazón en el corazón de Cristo sabiendo que Él es la fuente y la plenitud de todo deseo. El celibato es un don y un sacrificio. Requiere una honestidad radical, una integridad radical, y una entrega radical del corazón.
Después de todo, yo esperaba que Dakota del Sur fuera la parte más fácil del viaje. “Es llano, suave y directo el camino a través de la llanura”, pensé. ¡Qué sorpresa! Infravaloré la fuerza de los vientos. Incluso ahora, no puedo olvidar los detalles de este estado: acres y acres de hierba, más vacas blancas y negras de las que pudiera contar, y 412 marcadores de milla blancos y verdes al lado de la carretera, sin que ninguno se me escapara.
Estábamos viajando desde Minneapolis a Wyoming, más de 700 millas en seis días. Nada, y digo nada, ha sido tan difícil como esta parte del viaje. Preferiría pedalear 10 veces sobre un puerto de montaña de 32 millas en Wyoming a pedalear a través de las llanuras de Dakota del sur. Una vez nos llevó una hora y media viajar seis millas! Era como tratar de ir en bicicleta en medio de un huracán. En vista de las dificultades, mi debilidad y la aparente futilidad de mis esfuerzos, me dije; “¿pero por qué demonios estoy haciendo esto?” en ningún otro momento tuve tentaciones tan fuertes de abandonar el viaje. Pero también fue el momento más crucial.
El P. Daniel Berrigan una vez dijo: “Si quieres ser cristiano, más te vale lucir bien sobre madera”. Ser religioso de la Santa Cruz significa aprender a amar la Cruz de Cristo. Cualquiera que esté interesado en encontrar la vida que promete Jesús no debería sorprenderse de los desafíos como los vientos y el terreno de Dakota del sur. Ser cristiano es difícil y Cristo prometió a sus discípulos que se encontrarían con dificultades. Intentar encontrar atajos es un esfuerzo en vano.
Siempre que he optado por un enfoque a medias tintas de mi vocación, tratando de mantener abiertas mis opciones, me he encontrado atrapado en el terreno angustioso de mi propio corazón ambivalente. Una vocación a medio corazón no es vocación y una vocación de ambivalencia constante es peor que una que exija el arduo trabajo de opciones difíciles, sacrificio, disciplina, compromiso y el generoso ofrecimiento de la propia persona.
En este momento, no es el sacrificio lo que me asusta, sino la ambivalencia, las medias tintas, el vivir un camino mediocre, sin sentido o débil. La cruz es el camino: es nuestra única esperanza.
Mi viaje a través de Dakota del sur me ayudó a darme cuenta de que el sacrificio es preferible a la ambivalencia y sin un compromiso genuino nunca seré libre. En abandonarme a Dios frente a las incertidumbres de la vida a menudo significa decir sí cuando todo en mí quiere decir “no”. “Si aspiras a servir al Señor”, dice el libro de Sirach, prepárate para los problemas. Sé sincero de corazón y firme, sin moverte en tiempo de adversidad…ya que el oro se prueba en el fuego y los elegidos en el horno de la humillación. Confía en Dios y te ayudará; allanará tus caminos y espera en él.”
Cuando persevero en medio del conflicto y la adversidad y cedo con un corazón lleno de fe al poder de Cristo, los vientos cambian.
Todo lo que costó atravesar Dakota del Sur no fue nada comparado a los Grandes Teutones. Su belleza es sobrecogedora. Cada dificultad en el camino valió la pena para poder ver esos picos asombrosos, hoscos y sobrecogedores.
No creo que sea poco frecuente por parte de Dios el dar, de vez en cuando, el don extraordinario, inmerecido e inesperado de su presencia, tanto si es a través de la creación, otra persona o el toque místico del Espíritu. Estas experiencias culmen me han revelado la cercanía de Dios y me han dado fuerza. Jesús también se sintió fortalecido en el monte de la Transfiguración antes de su peregrinación a Jerusalén, donde, por nuestra causa, ofreció su vida en la Cruz. A veces estas experiencias culmen sólo duran un momento, pero dejan una profunda impresión en el alma.
El viaje entre Dakota del Sur y los Grandes Teutones me había dado una visión más profunda del significado del misterio pascual: sin morir con Cristo no hay nueva vida. Sin perderme a mí mismo no me puedo encontrar. Sin generosidad de corazón no hay manera de llegar al deseo del corazón. Sin abrazar la Cruz sé que nunca podré encontrar la alegría que da Dios y para este momento del camino sé que esto es lo que quiero sobre todas las cosas. La carne es inútil; es el Espíritu lo que da vida. Cuando se abraza la cruz, no solo se acepta a regañadientes, el corazón se expande y, por la gracia, el amor de Cristo se desata en el mundo.
Al otro lado de los Grandes Teutones están las amplias llanuras del desierto. Una vocación significa algo más que jugar en el propio patio: es ser enviado a proclamar el Reino de Dios, entregándose uno mismo por el bien del camino de otras personas, y enfrentándose a test que definen la vida. Después del Bautismo de Jesús, fue al desierto donde fue tentado por el demonio. Al contrario de Israel, fue fiel y se dejó enviar a la misión de proclamar la Buena Noticia del Reino de Dios.
Entre Idaho y Oregon el terreno cambia rápida y frecuentemente. Incluso en bicicleta uno se admira sobre lo que cambia el paisaje de seco y árido a montañas verdes y frondosas. A través de los años he llegado a apreciar los cambios en el paisaje del ministerio. No con poca frecuencia, cada día es un microcosmos de todo el camino. Del baptisterio al hospital, de la biblioteca a la clase, de la prisión al altar y al cementerio, mi camino ha entrado al paso del de Cristo y de mis hermanos de la Santa Cruz que eran educadores en la fe antes que yo.
A través de la formación inicial y el sacerdocio, mi vida en la Santa Cruz me ha llevado a través de toda clase de terreno ministerial: trabajo de refugiados, refugios para abandonados, salas de cáncer, trabajo de retiro, dirección espiritual, orfanatos, ministerios parroquiales, trabajo universitario y trabajo con los migrantes. Mi vida hubiera sido muy diferente si no fuera por el compromiso con la educación de la Santa Cruz. Notre Dame me formó como persona más que cualquier otro lugar en el mundo, pero mi pasión apostólica y duradera ha sido por el ministerio hispano y la vida espiritual.
Mi destino actual, que combina los estudios doctorales en espiritualidad cristiana con trabajo de retiro y evangelización entre los migrantes hispanos de Coachella, California, ha sido claramente el ministerio más creativo y fascinante hasta la fecha. La Congregación me permitió explorar este ministerio en toda su profundidad intelectual y pastoral, persiguiendo el mejor estudio académico a la par que sirvo a los pobres.
Como dice nuestra Consitución, “Nuestra misión nos envía a través de fronteras de todas clases. A menudo nos tenemos que sentir a gusto entre personas de más de una nación o cultura, recordándonos de nuevo que cuanto más lejos vamos en dar lo más que podamos, más ganamos.” (Constituciones, 2:17). En distintas partes del mundo, y en lo más profundo de mi propio corazón he cruzado fronteras de todas clases: personales, étnicas, culturales, intelectuales, espirituales, denominacionales, sociales y económicas. La Congregación me ha lanzado al corazón de la vida donde he comenzado a vislumbrar el amor salvador de Dios en medio de la belleza y el quebrantamiento de la vida, la alegría y el dolor, la esperanza y la desilusión.
Cuando llegamos a la costa del Pacífico en Oregón, llevamos nuestros cuerpos cansados y nuestras bicicletas casi destrozadas al Pacífico y las metimos en el océano. El viaje a través de Estados Unidos había durado 75 días y se había acabado, pero el camino de la vocación continúa como un camino vivificante que sólo estará completo cuando en la muerte vea a Dios cara a cara.
Y sin embargo, siento que esto es sólo el comienzo. Con lo plena que ha sido esta vida, estoy empezando un largo camino lleno de aventuras con Cristo, comenzando a aprender la profundidad del misterio de la vocación, en toda su complejidad, en todo su misterio, en toda su humanidad y en toda su gracia.
Estoy constantemente aprendiendo sobre la fe, el amor y la gracia; sobre la misión, el ministerio y el ser cuidado; sobre la amistad, la alegría y la libertad; sobre el sacrificio, la Cruz, la esperanza real de la Resurrección y la promesa duradera de vida. El camino de la vocación significa abrazar la vida en toda su totalidad, recogiendo las energías del corazón y enfocándolas en una dirección: hacia el amor de Dios y el reino de Dios.
Estoy convencido de que no hay una vocación más profunda o rica para mí que mi camino como religioso de la Santa Cruz y sacerdote. No puedo imaginarme mejor manera de ofrecer mi vida que dársela generosamente a Cristo y a su misión. Como un camino vivificante y consagrado, nada ha costado tanto, exigido tanto y prometido tanto y dado tanto.