¿Me pregunto qué he aprendido yo en los meses que he estado en Sudan, África? Esta es una respuesta que puede incluir tantas cosas que verán reflejadas de muchas maneras. Aprendí que vivir en la pobreza no es lo mismo que ser pobre. El pobre no tiene opción y nosotros como religiosos sí tenemos la opción de elegir entre ser pobres o no. Ser solidarios con ellos no siempre es lo mismo a ser pobres con ellos. Aprendí también que la justicia social es mucho más que inventar más juntas y conferencias para tratar el tema. Quiere decir estar entre la gente, ayudándoles, dándoles de tu tiempo, de tu dinero, de tu ropa de tu comida, etc. La justicia social comienza en casa y no afuera donde otros sólo te pueden ver y oír, y no viven contigo.
Aprendí que la tribu Dinka le canta a sus vacas todos los días, y nunca las matarían o venderían ya que las usan como dotes para que sus hijos adquieran una esposa. El precio por una mujer Dinka actualmente es de 100 vacas o ¡más de $100,000.00 dólares! Me pregunto qué pensarían si sólo tuvieran que pagar $65.00 por una licencia de matrimonio.
He aprendido que la peor sequía que he pasado ha sido en Wau, Sudan. No sentir la brisa por la noche en por lo menos 4 meses te hace sentir que te vas a sofocar, especialmente cuando la electricidad se corta a las 2 de la mañana, o aún peor, no hay electricidad. Aprendí que sí podemos vivir sin electricidad, sin hielo, agua fría, comida congelada, verduras frescas, y sin muchas otras cosas y no morir. Aprendí a que para estar fresco en la noche, era mejor acostarme en el suelo frío de cerámica del baño, sólo que tenía que compartirlo con insectos trepadores y muchos mosquitos.
Aprendí a no quejarme al comer. Mis trabajadores y mucha gente a mi alrededor casi nunca comen carne. Aprendí a no comer todo lo que se me antoje, especialmente en la calle. Tuve una diarrea horrible durante 5 días porque comí chapattis, que es lo más parecido a una tortilla de harina (mexicana) en el peor puesto de metal. El deteriorado edificio en el que se encontraba me debió haber alertado.
Aprendí que si traía puesto mi crucifijo claretiano, alguien automáticamente sabría que era un Abuna, un sacerdote, y me daría la bienvenida. Aprendí que aunque tomé medicina para la prevención de malaria, de todas maneras me contagiaría algún día. Y no era cuestión de contagiarme o no, sino ¿cuándo? Aprendí que un sacerdote mayor de edad puede contraer Herpes zoster (conocido como shingles en ingles), al haber tenido varicela durante la infancia, ser mayor de 60 años y sufrir de estrés en el trabajo. Sudan ha sido el peor lugar donde pude haber contraído esta enfermedad. Había muy poco alivio por la escases de medicinas, algo refrescante o frío, no aire acondicionado, mucha humedad, la comezón, etc. Si yo sufrí, me di cuenta que los pobres sufren aún más. Vergüenza me debería de dar por quejarme.
Y aunque parezca que mucho de lo que aprendí fueron quejas, lo volvería hacer todo otra vez con mucho gusto. Hace mucho tiempo aprendí que yo nací para ser un misionero en el extranjero. Sé que no soy lo suficientemente bueno para ser un sacerdote, o un Hijo Misionero del Inmaculado Corazón de María, pero he aprendido que fui llamado a convertirme en uno y también a ser un santo con mis defectos y fortalezas. A mí no me gusta lo que hago… Amo lo que hago. Aprendí de la Madre Teresa de Calcuta que yo también puedo ayudar en este mundo, una persona a la vez.
El Padre Alberto M. Ruiz, CMF, es un misionero claretiano trabajando en Sudán, África.